Resumen Regional
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Entre Ríos

Pequeños relatos de la memoria histórica

El árbol centenario nos cuenta

Hola, ¿cómo estás? Yo bien, plantado, ¡¡¡ja!!! No sé desde cuándo, porque no me dieron documento. Aunque no me traslado, igual me muevo, ¡ja!. A muchos conozco. Hace tanto que estoy acá plantado, que ya algunos no los veo pasar más. A todos el tiempo nos llega.  A muchos los vi desde niño, yendo y viniendo a la escuela, a la catequesis, a jugar a la plaza. Muchos a la panadería de los Dening (de la Valeria y de don José), otros a la librería de la Cita (Teresita Brehm), a la carpintería de Frencie (Francisco Schönberger). Algunos contentos, a alguna fiesta religiosa o social al salón parroquial. Otros, a algún entierro. Muchas y diversas emociones por aquí pasaron. De todas ellas fui y soy testigo viviente.

Como te dije, por no tener documentos, no sé cuándo es mi fecha de cumpleaños, pero me parece que paso largamente los cien… Según recuerdo, allá por la década del 30 unos niños venían a subirse a mis gajos a buscar nidos de gorriones. Te cuento que entre ellos estaba mi actual vecino, conocido por todos como el Frencie, el carpintero Francisco Schönberger y su compañerito de fechorías el Cholo Masmut, don Aldon Baiut, con otro rusito bravo que ya no me acuerdo de su nombre. Como yo era grande y alto, ellos tenían que subirse uno a otros para llegar al primer gajo y empezar a trepar por mis ramas. En el fondo me gustaba recibirlos, porque además de alegrarme por sus fechorías, se llevaban esos pájaros que no me dejaban en paz y menos al atardecer con su bullicio ensordecedor, que no me dejaban dormir. Esos gorriones son unos verdaderos spatz…

Volviendo un poco para atrás, te voy a contar quiénes eran los dueños primeros de la manzana donde vivo. ¿Sabías que, cuando se creó y se organizó la aldea, se ubicaron cuatro familias por manzana? Aquí, donde vivo desde hace muchísimos años, era de José Gassmann. A continuación, de Juan Gassman, donde funcionó la jabonería de “Unreins Vester”. En la otra, José Becher en lo de los Leikam. Y donde reside ahora mi vecino más viejo, el Frencie, vivía Pedro Ernst. Ya muchos de ellos no están, casi que me quedo solo de aquella clase. Como decían los hombres de antes: ¿De qué clase sos?, refiriéndose al año de nacimiento.

Cuando me plantaron, era tan pequeño que no recuerdo quién fue. Según cuentan por ahí,  fue don Nicolás Gassmann, que dicen también que tenía su carpintería acá. El que contaba todo esto era don Vicente Kranevitter, un buen vecino que me saludaba al pasar camino a la iglesia. Era un hombre muy instruido, amante de los relatos de la aldea.

Otra banda de rusitos que venía a jugar por acá era la de Basilio Unrein, Enrique Dening, el Negro Neme, Roberto Franck, Rosendo Sokolovsky y Mario Wendler. En la esquina de las actuales calles San Martín y Arnoldo Janssen, frente a la casa actual de don Pepe Kranevitter, que cortaba muchas veces el pasto de mi “patio” y me miraba con respeto, había una excavación de unos 4 x 6 metros de largo y unos 2 metros de profundidad; ahí se metían esos niños a jugar a la escondida y hacer fechorías propias de la edad. ¿Habrá sido una antigua vizcachera? Recuerdo que para los primeros días de diciembre, en plena siesta calurosa, con el canto de las palomas de fondo y las chicharras gritando por el calor, se subían a cortar unos gajos. Un poco me dolía, pero me las aguantaba pues sabía que el fin era noble y bueno: hacer el CRIST-BäIMJE, el árbol de Navidad. Lo escuchaba decir a Mario Wendler: Meine Mutter hat mich gebiten ich soll zweie Äste diesem Baum ihr mitzubringen, mi mamá me pidió que llevara dos gajos del árbol. Por aquellos años, las calles eran de tierra y no había luz eléctrica. Y por las noches de verano, los “bichitos de luz” eran como pequeñas estrellas titilantes que los niños intentaban agarrar. Muchos dormían en mis ramas. Hacia el norte, la torre de la iglesia y el campanario eran siempre el horizonte de mi mirada, y el sonido de las campanas anunciaba diversas noticias y momentos del día.

Muchos beneficios brindé en estos más de cien años de vida: sombra para carros y sulkys, rastrojeros, estancieras, F100, Chevrolet, y ahora las Toyotas, Ram y hasta bicicletas. Acá anidaron muchos pájaros, y pararon a descansar y sombrear las palomas. Y algo que pocos ven, poco perceptible y lo más importante: que nosotros los árboles aportamos el oxígeno para la vida de todos.  Pero, como ese beneficio no se ve, no se pesa, no se mide, no se toca, parecería que no existe y por ello se le da poco valor. Yo a veces pienso: Y si los árboles del mundo nos fuéramos de paseo a la luna, o hiciéramos un paro, ¿qué pasaría con la vida animal y humana?  De todos modos, no vamos a hacer ni lo uno ni lo otro. Sólo espero que ustedes no nos eliminen a todos. Tengo miedo cuando escucho una motosierra. Y, ya que estamos, les pediría si pueden preservarme de alguna tala, declarándome Patrimonio Natural e Histórico de la aldea. Quisiera terminar muriendo de pie. Cuidar así un poco más de sus hijos y nietos, hasta que el destino natural lo determine. Y a mi muerte, les dejo mi madera: con ella quisiera que los Schönberger, los Asselborn y los Hermann sean los carpinteros constructores de cuatro cruces para ser plantadas en los extremos nuevos de Valle María y seguir protegiéndolos en la medida de mis posibilidades…

 

Mi árbol brotó…Mi infancia pasó…Hoy bajo su sombra que tanto creció…Tenemos recuerdos mi árbol y yo. (Alberto Cortez).

 

Árbol: Casuarina. Pino Australiano

Darío Roberto Wendler

Septiembre, 4 de 2020.

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